jueves, 3 de mayo de 2012

Obsolescencia Arquitectónica Programada

La obsolescencia programada puede entenderse como la reducción del tiempo de vida de un bien a fin de inducir al usuario a comprar un producto nuevo en el menor plazo de tiempo posible. Una idea sencilla, pero de profundas implicancias cuando se examinan sus efectos en los sistemas de producción y consumo. Pero ¿qué hay de la arquitectura? ¿Es posible reconocer sus efectos en un ámbito del diseño que supone el compromiso de edificar estructuras habitables, en cuyo caso, la obsolescencia precoz de sus elementos esenciales (cimientos, columnas y vigas) resultaría fatal y por tanto impensable?  Quisiera ensayar una respuesta a esa interrogante.

Utilitas, venustas y firmitas, son principios básicos que asimilamos desde los primeros días en la facultad, por lo que asumimos que nuestro modus operandi consiste en la edificación de obras útiles, bellas y firmes. Un arquitecto al que se le cae la casa a los tres meses de construida, a parte de la mala publicidad que ello supone, le sobrevienen gravísimas sanciones. Sanciones que no son las mismas para el profesional que diseñó una bombilla eléctrica defectuosa o un sillón incómodo. Sin embargo, no nos apresuremos a proclamar orgullosamente nuestra inocencia e integridad. Nuestras reglas de juego podrán ser más severas,  pero eso no significa que no formemos parte del juego. Basta con salir a la calle y prestar un poco de atención para descubir que la obsolescencia arquitectónica programada ocurre cotidianamente, y que nosotros somos sus principales promotores. 

Volvamos a examinar los principios vitruvianos y reflexionemos al respecto. De los tres podemos concluir que firmitas es sagrado, y eso es no negociable. Obviamente no queremos que nuestros clientes encuentren una muerte horrible al poco tiempo de estrenar sus chalets de lujo. ¿Qué nos queda? Sencillo: venustas y utilitas son las dos variables de la ecuación que el mercado ha aprendido a manipular sutilmente con el fin de insertar a nuestros clientes dentro de un circuito de consumo perpetuo:
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     Multi-utilitas: Cuando los arquitectos del movimiento moderno popularizaron la concepción de los edificios de planta libre, se logró algo esencial: flexibilidad espacial. Pensar los edificios como objetos inmutables, provistos de elementos arquitectónicos lo suficientemente duraredos para albergar una única función, dejó de resultar del todo práctico. Ahora los edificios podían evolucionar junto con sus usuarios al soportar múltiples funciones mediante la aplicación de múltiples alternativas de distribución. Frente a este planteamiento la respuesta lógica del mercado fue proveer al usuario de herramientas que facilitaran la transformación de sus espacios de manera rápida, sencilla y reiterativa. Por ejemplo, un edificio de oficinas que debe adapatar sus instalaciones conforme la empresa prospera, y por tanto, incrementa su número de empleados. En dicho proceso de adaptación, se utilizarán un sinnúmero de puertas prefabricadas, tabiques de yeso, y baldosas acústicas. Es decir toda una gama de elementos normalizados, creados para un rápido montaje con el objetivo de ocupar los espacios en el menor tiempo posible. Ahora, la experiencia nos dice que estos elementos no poseen necesariamente una buena vejez. Su deterioro, comparado al de un muro de ladrillos o al de una puerta de madera maciza, es escandalosamente inferior. Pero, recordemos que son piezas descartables para espacios descartables. Su duración en el tiempo ha pasado a segundo plano. Dos efectos se desprenden de este principio: los espacios flexibles necesitan de arquitectos que orquesten sus distintas mutaciones; y segundo, la corta vida útil de los elementos constructivos favorece los ingresos de los grandes almacenes a los que acuden los usuarios en busca de material de reemplazo.

·        Super-venustas: Al igual que en el ámbito del diseño industrial, los arquitectos nos quemamos las pestañas produciendo diseños audaces y atractivos a fin de seducir a nuestros clientes. Es venustas pero con esteroides, donde el aspecto estético ha dejado de ser un fin para volverse un medio de propaganda, efectista pero eficiente. Nuestros canales de difusión (revistas, internet, cine, televisión) son prácticamente los mismos que utiliza cualquier línea blanca de electrodomésticos, y la finalidad es siempre la misma: convencernos de que todo lo que tenemos en casa, desde el papel tapiz hasta el sofá-cama, es obsoleto. En la práctica no somos tan distintos a las tiendas por departamento como Saga o Ripley, que ven elevar sus ventas en cada cambio de temporada. La estrategia central es siempre la misma. Vender la última tendencia en diseño utilizando el concepto de moda como herramienta de manipulación. Querrámoslo o no, parte de este negocio consiste en generar nuevas corrientes y estilos que proporcionen el combustible necesario para que el círculo virtuoso de consumo no deje de girar. Con nuestros diseños votamos a favor de una corriente determinada, las casas de acabados renuevan sus catálogos según la tendencia dominante,  nosotros direccionamos a nuestros clientes a dichas tiendas  a fin de que escogan de entre su gama de acabados, y así hasta el siguiente cambio de temporada en que el proceso se repite con un nuevo cliente. Ganamos por los dos flancos, comisionando por las ventas del almacén de acabados y recibiendo nuestros honorarios profesionales por asesorar a nuestros clientes.

Expuesto lo anterior pienso que nuestro negocio gira entorno a un ecosistema comercial similar al de los smartphones: el casco construido funciona como una “plataforma” a partir de la cual se van adquiriendo nuevas “aplicaciones”,  que caducan en la medida en que nuevas opciones aparecen. Los grandes almacenes  son como las “appstore” que ofertan una gama nutrida de productos diseñados bajos  los estatutos de la obsolescencia programada: mobiliario, puertas, enchapes, etc. Y nosotros, quizás sin proponérnoslo, somos los promotores de este sistema.

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