La obsolescencia programada puede
entenderse como la reducción del tiempo de vida de un bien a fin de inducir al
usuario a comprar un producto nuevo en el menor plazo de tiempo posible. Una
idea sencilla, pero de profundas implicancias cuando se examinan sus efectos en
los sistemas de producción y consumo. Pero ¿qué hay de la arquitectura? ¿Es
posible reconocer sus efectos en un ámbito del diseño que supone el compromiso
de edificar estructuras habitables, en cuyo caso, la obsolescencia precoz de
sus elementos esenciales (cimientos, columnas y vigas) resultaría fatal y por
tanto impensable? Quisiera ensayar una
respuesta a esa interrogante.
Utilitas, venustas y firmitas, son principios básicos que
asimilamos desde los primeros días en la facultad, por lo que asumimos que
nuestro modus operandi consiste en la edificación de obras útiles, bellas y
firmes. Un arquitecto al que se le cae la casa a los tres meses de construida,
a parte de la mala publicidad que ello supone, le sobrevienen gravísimas
sanciones. Sanciones que no son las mismas para el profesional que diseñó una bombilla
eléctrica defectuosa o un sillón incómodo. Sin embargo, no nos apresuremos a
proclamar orgullosamente nuestra inocencia e integridad. Nuestras reglas de
juego podrán ser más severas, pero eso
no significa que no formemos parte del juego. Basta con salir a la calle y prestar
un poco de atención para descubir que la obsolescencia arquitectónica
programada ocurre cotidianamente, y que nosotros somos sus principales
promotores.
Volvamos a examinar los
principios vitruvianos y reflexionemos al respecto. De los tres podemos
concluir que firmitas es sagrado, y
eso es no negociable. Obviamente no queremos que nuestros clientes encuentren
una muerte horrible al poco tiempo de estrenar sus chalets de lujo. ¿Qué nos
queda? Sencillo: venustas y utilitas son las dos variables de la
ecuación que el mercado ha aprendido a manipular sutilmente con el fin de
insertar a nuestros clientes dentro de un circuito de consumo perpetuo:
·
Multi-utilitas:
Cuando los arquitectos del movimiento moderno popularizaron la concepción de los
edificios de planta libre, se logró algo esencial: flexibilidad espacial. Pensar
los edificios como objetos inmutables, provistos de elementos arquitectónicos lo
suficientemente duraredos para albergar una única función, dejó de resultar del
todo práctico. Ahora los edificios podían evolucionar junto con sus usuarios al
soportar múltiples funciones mediante la aplicación de múltiples alternativas
de distribución. Frente a este planteamiento la respuesta lógica del mercado
fue proveer al usuario de herramientas que facilitaran la transformación de sus
espacios de manera rápida, sencilla y reiterativa. Por ejemplo, un edificio de
oficinas que debe adapatar sus instalaciones conforme la empresa prospera, y
por tanto, incrementa su número de empleados. En dicho proceso de adaptación, se
utilizarán un sinnúmero de puertas prefabricadas, tabiques de yeso, y baldosas
acústicas. Es decir toda una gama de elementos normalizados, creados para un
rápido montaje con el objetivo de ocupar los espacios en el menor tiempo
posible. Ahora, la experiencia nos dice que estos elementos no poseen
necesariamente una buena vejez. Su deterioro, comparado al de un muro de
ladrillos o al de una puerta de madera maciza, es escandalosamente inferior.
Pero, recordemos que son piezas descartables para espacios descartables. Su
duración en el tiempo ha pasado a segundo plano. Dos efectos se desprenden de
este principio: los espacios flexibles necesitan de arquitectos que orquesten
sus distintas mutaciones; y segundo, la corta vida útil de los elementos
constructivos favorece los ingresos de los grandes almacenes a los que acuden
los usuarios en busca de material de reemplazo.
· Super-venustas:
Al igual que en el ámbito del diseño industrial, los arquitectos nos
quemamos las pestañas produciendo diseños audaces y atractivos a fin de seducir
a nuestros clientes. Es venustas pero
con esteroides, donde el aspecto estético ha dejado de ser un fin para volverse
un medio de propaganda, efectista pero eficiente. Nuestros canales
de difusión (revistas, internet, cine, televisión) son prácticamente los mismos
que utiliza cualquier línea blanca de electrodomésticos, y la finalidad es
siempre la misma: convencernos de que todo lo que tenemos en casa, desde el
papel tapiz hasta el sofá-cama, es obsoleto. En la práctica no somos tan distintos
a las tiendas por departamento como Saga o Ripley, que ven elevar sus ventas en
cada cambio de temporada. La estrategia central es siempre la misma. Vender la
última tendencia en diseño utilizando el concepto de moda como herramienta de
manipulación. Querrámoslo o no, parte de este negocio consiste en generar
nuevas corrientes y estilos que proporcionen el combustible necesario para que
el círculo virtuoso de consumo no deje de girar. Con nuestros diseños votamos a
favor de una corriente determinada, las casas de acabados renuevan sus
catálogos según la tendencia dominante, nosotros
direccionamos a nuestros clientes a dichas tiendas a fin de que escogan de entre su gama de
acabados, y así hasta el siguiente cambio de temporada en que el proceso se
repite con un nuevo cliente. Ganamos por los dos flancos, comisionando por las
ventas del almacén de acabados y recibiendo nuestros honorarios profesionales por
asesorar a nuestros clientes.
Expuesto lo
anterior pienso que nuestro negocio gira entorno a un ecosistema comercial
similar al de los smartphones: el casco construido funciona como una “plataforma”
a partir de la cual se van adquiriendo nuevas “aplicaciones”, que caducan en la medida en que nuevas opciones
aparecen. Los grandes almacenes son como
las “appstore” que ofertan una gama nutrida de productos diseñados bajos los estatutos de la obsolescencia programada:
mobiliario, puertas, enchapes, etc. Y nosotros, quizás sin proponérnoslo, somos
los promotores de este sistema.